A la edad de 85 años, Pepe, como todos le llamaban, ha fallecido en Sevilla. Pepe era el hermano número uno, por antigüedad, de la Hermandad de la Sagrada Cena. Pero además, Pepe, junto a su mujer, Encarna, era el dueño del piso donde viví durante más de dos años. Vamos, mi casero.
De repente me he visto trasladado a la calle San Joaquín. Yo vivía en el segundo piso; Pepe y Encarna en el primero. Era frecuente que, para cualquier cosa, o sencillamente para saludar cuando intuían que andábamos por ahí, nos llamaran desde el patio interior. De esa forma, hablábamos de las cosas del piso, del ruido de los vecinos o de cómo llevábamos los estudios.
El alquiler, 60.000 pesetas por un piso de tres habitaciones a dos patadas del centro histórico (una ganga, hoy en día), lo pagábamos en mano bajando hasta su casa. Normalmente, la visita no consistía únicamente en el intercambio del dinero y el recibo, sino que nos invitaban a pasar mientras Pepe, lenta y cuidadosamente, anotaba la cantidad entregada y el mes correspondiente. Incluso, en una de esas visitas, insistieron en regalarme una camiseta del restaurante Casa Pablo, de Puerto de la Cruz (Tenerife), donde habían estado hacía poco tiempo.
Lo primero que llamaba la atención nada más acceder a la vivienda era el enorme cuadro con la imagen de la Virgen del Subterráneo, la dolorosa titular de la hermandad a la que Pepe pertenecía desde los cinco años. Tanto él como Encarna eran cofrades hasta la médula. Y no eran pocas las fotografías y libros sobre Semana Santa que así lo demostraban, algunos de los cuales me prestó en varias ocasiones. Incluso el mueble de la televisión albergaba una de las últimas colecciones de videos sobre cofradías editados en VHS: "Bajo el cielo de Sevilla", ofrecida a sus lectores por el ABC, diario que tenía su sitio en la pequeña mesa camilla colocada junto a la cristalera del salón.
Por supuesto, era habitual encontrar al matrimonio, impecablemente vestido, en la Iglesia de los Terceros cada mañana de Domingo de Ramos, horas antes de la salida de la cofradía, o en los diversos actos celebrados durante el año, principalmente en los besamanos de la Virgen del Subterráneo o en los besapiés del Señor de la Cena y el Cristo de la Humildad y Paciencia. Pepe se movía por el templo, controlando que todo estuviera en su sitio y el culto se desarrollara con la solemnidad requerida; y Encarna permanecía sentada en un banco con la mirada fija en los titulares, hablando con otras hermanas o vendiendo estampitas y lotería de Navidad a los devotos.
El Martes Santo de 2002 bajaba yo las escaleras del edificio de la calle San Joaquín para acudir a ver la salida de la Hermandad de San Esteban. Al llegar al primero me encontré en el rellano con Encarna. Me preguntó que dónde iba con esas prisas y le expliqué que si me retrasaba más iba a ser difícil hacerme con un sitio para ver la dificultosa maniobra con que los costaleros ponen cada año en la calle al Cristo de la Salud y Buen Viaje, y a la Virgen de los Desamparados. Seguí bajando pero me detuve cuando recordé que dos días antes había asistido por primera vez a la salida de La Cena en la calle Sol. Se lo conté y me preguntó con interés: "¿Te gustó?". Le respondí: "Mucho". Su cara fue de auténtico orgullo cofrade y supe que le gustaría compartir ese sentimiento con su marido, por lo que añadí: "Dígaselo a Pepe". "Yo se lo diré", contestó.
Encarna, que compartía nombre con la Virgen que su hermandad pasea por las calles cada mes de octubre, se fue antes; y ahora la acompaña Pepe. Han dejado la tierra bajo la que, según la tradición, apareció la antigua dolorosa de su cofradía, para subir quizá a lo más alto, más arriba incluso de la azotea de aquel sencillo edificio de la calle San Joaquín.
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