Pero en mis tiempos, queridos nietos, los potenciales profesionales de la información, comunicación y corazoneo; los aspirantes a peones de empresarios que juegan a comprar teles, radios y periódicos en permanente riesgo de jaque mate, teníamos nuestro nido en la calle Gonzalo Bilbao, en la que fuera la casa de este pintor impresionista sevillano, junto a La Parrapa, el bar de nuestros desayunos, meriendas y aperitivos regentado por una señora con cara y maneras de pocos amigos; junto a La Espumita; junto al desaparecido Guirigay (siempre se van los mejores).
A veces, cuando salíamos de los bares entrábamos en las aulas. Y entonces nos encontrábamos con un laberíntico edificio de innumerables pasillos, recovecos imposibles, escaleras empinadísimas y un patio de palmeras donde podía verse una réplica en piedra del monumento a Martínez Montañés situado en la plaza del Salvador.
Ésa, chavales, era mi facultad. Aquélla en la que escuchamos a un profesor, mi profe de Redacción, comentar con otro: "Si conocieran los alumnos los informes arquitectónicos que hay sobre este edificio no estarían tantos a la vez sentados en el mismo pasillo para la revisión de examen"; aquélla que apareció en las portadas de todos los periódicos con la imagen de un nutrido grupo de alumnos intentando impedir el acceso de Ismael y Koldo, concursantes del primer Gran Hermano invitados a dar una conferencia sobre el programa que revolucionó la televisión, al grito de "que nos traigan a Tamara" (luego Ámbar, luego Yurena y luego la nada); aquélla en la que Rafael González Galiana, hijo de María Galiana (la abuelita de "Cuéntame") y con un impresionante parecido con Roberto Benigni, impartía sus surrealistas clases en plena efervescencia de "La vida es bella"; aquélla en la que mis compañeros y yo expusimos un trabajo sobre la Escuela de Frankfurt ataviados con camisetas que reproducían conocidas obras de arte y fotografías de variados grupos musicales para ilustrar de la manera más gráfica posible el concepto de lo 'kitsch'.
Peter Pan volvió ayer a las aulas. Estaba tan ilusionado por reencontrarme con todo, que incluso quise pasar al servicio sin ganas. Pero es que, ¡vaya unos retretes! ¡Qué moderno todo! ¡Qué alicatado a base de minúsculos azulejos de color rojo! Y es que pocas cosas se mantienen exactamente como yo las recordaba. Para empezar, las aulas en las que recibí las clases ya no albergan pupitres y pizarras, sino cuadros, esculturas y demás trabajos de los estudiantes de Bellas Artes. El salón de actos ha sido partido en dos. La puerta por la que accedíamos a la copistería ha sido tapiada y diversos despachos de profesores han sido derribados para crear una gran sala que acoge más y más cabezas de venus y adonis hechos en arcilla. El aula de informática es ahora de dibujo y mi clase de 3º se ha convertido en una sala de exposiciones.
Lo único que se mantiene tal y como la recordaba es la biblioteca. Pero ahí no pasé. Todavía me acuerdo de mi discusión con la encargada, que insistía en que no había devuelto un libro, yo decía que sí, el libro no apareció y me prohibieron seguir utilizando el servicio de préstamo. Quizá el fantasma de Gonzalo Bilbao estaba de broma ese día. Por cierto, tampoco ayer me topé con él; y eso a pesar de que cualquier recoveco de esa facultad es realmente proclive a ese tipo de apariciones.
Me diréis lo que queráis. Que la nueva facultad de la Expo es más grande, más moderna y que tiene unos azulejos en los baños que dañan menos a la vista. Lo que queráis. Pero ni tiene Parrapa, ni un patio con palmeras, ni un estudio arquitectónico que anima al uso del casco. Eso, niños, es solera. Y eso no se encuentra cruzando la Barqueta.
Puñetero Galiana...
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