Como un funcionario en su ventanilla, sella compulsivamente con un beso cada estampita que recibe de manos de algún nazareno para, inmediatamente, introducirla en la bolsa de plástico que baila al son de la brisa de la mañana, atada al respaldo de la tumbona.
Un pañuelo anudado sobre la cabeza revela su enfermedad. Los nazarenos lo saben. Y por eso le ofrecen lo mejor que tienen: la Salud del que viene con ellos.
“Señora, siéntese en la tumbona que va muy lenta la cofradía. Mire, le hacemos aquí un sitio”, ofrece una mujer de llamativo cardado, mientras comienza a abrir un hueco para la silla de playa junto al puesto de manzanas de caramelo y almendras garrapiñadas.
“No se preocupe usted, que yo estoy bien así”, responde casi sin atender al nazareno que pone en su mano otra estampita. Un beso y a la bolsa.
Los vencejos, ruidosos, entran y salen del enorme ficus. Están agitados por la bulla que inunda la plaza. La misma bulla que mantiene a las palomas inmóviles, como gárgolas decorando la fachada de la parroquia de San Pedro. El campanario anuncia que son las once, y dos o tres palomas huyen del sonido grave del metal. El resto ni se inmuta. Son ya muchas horas, muchas campanadas. Y muchas mañanas de Viernes Santo.
Un beso y a la bolsa. La mujer trata de elevarse sobre los dedos de los pies. Ha notado que los cirios han cambiado de color. Ya no puede faltar mucho. A lo lejos empiezan a identificarse los tambores, las cornetas y las trompetas. Y los vencejos entran y salen del enorme ficus. Las palomas, inmóviles. Como gárgolas. “Ya está ahí”, se dice en voz alta para sí misma. “¿Ya?”, pregunta la del cardado, que estira inútilmente el cuello entre el mar de cabezas.
Un beso y a la bolsa. Los tambores, las cornetas y las trompetas. Los vencejos y las palomas. Y las manzanas de caramelo. La mujer coloca la tumbona a la altura del codo. Asegura el nudo de la bolsa tras depositar en ella otra estampita. Y otro beso.
¡Venga de frente! La cruz asoma entre las ramas del enorme ficus. “¿Me deja paso, que voy a ponerme delante del Señor?”, dice la mujer, tomando posiciones. La del cardado avisa: “¿Cómo se va a poner delante? ¿No ve la bulla que viene con el paso? ¡La van a arrastrar!”.
“Me da igual, que me arrastren”, contesta con las primeras lágrimas deshaciéndose entre sus dedos. “Yo voy a ponerme delante del Señor”.
¡A ésta es! Aplausos. Los vencejos salen del enorme ficus y no vuelven. El paso asoma hacia San Pedro. Las palomas, como gárgolas. La saeta de Machado en los tambores, las cornetas y las trompetas. Aplausos. Y lágrimas. ¡Mira qué fino sale! Aplausos.
“¿Me deja paso?”. Un chaval repara en el pañuelo. “Sí, pase”. Derecha alante, izquierda atrás. “Señora, tenga cuidado”.
Inmóviles las palomas y aplausos en la bulla. Y lágrimas. La saeta de Machado lo inunda todo. ¡Andando y con sentimiento! Las once y media. Hacia Santa Catalina. El Señor de la Salud se despide de la plaza.
A lo lejos, delante del paso, se adivina una mujer que camina hacia atrás, mirando de frente a aquél al que ha venido a buscar. La delata el pañuelo anudado sobre la cabeza. Lleva una tumbona de playa plegada colgando de uno de sus brazos. Y una bolsa de plástico que baila al son de la brisa de la mañana. Y de los vaivenes de la bulla. Sus lágrimas, ahora, ya no se deshacen hasta que no llegan al suelo.
En la plaza, los vencejos vuelven al enorme ficus, ruidosos y agitados. San Pedro pierde sus gárgolas. Las palomas alzan el vuelo.
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