Supongo que suele ser habitual que las madres que desgraciadamente sufren la pérdida de un hijo vuelvan con frecuencia a recordar el instante del parto y los primeros momentos de su vida, como una forma de sentirlo todavía cerca y necesitado de su protección.
Siempre recuerdo esa teoría del maestro Garmendia cuando estoy frente al conjunto escultórico de la Hermandad de los Servitas, donde Montes de Oca reflejó esa desgarradora escena de la Virgen de los Dolores sosteniendo en brazos el cuerpo inerte de su hijo, el Cristo de la Providencia. Porque aquí no hay que imaginarse a ese bebé entre sus manos; aquí lo estamos viendo. La diferencia es que ya no es el cuerpo de un niño, sino el de un adulto.
Para las madres, quizá, los hijos no dejan nunca de ser sus niños, por muchos años que pasen. Y por eso me llama siempre especialmente la atención esa mano derecha de la dolorosa servita. Cuando cogemos en brazos a un bebé, debemos tener un cuidado especial con la cabeza para evitar que se le vaya hacia atrás y le hagamos daño. Del igual forma, la Virgen de los Dolores sostiene amorosamente, aunque ya nada pueda dañarle, la cabeza de su hijo, que parece dormir plácidamente acunado en el regazo de su madre...
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