Si algo quedó patente ayer es que, por si no lo sabíamos ya,
por si quedaba alguna duda, el Gran Poder es el Dios de la ciudad. El Dios de
los sevillanos y de tantas y tantas personas que desde fuera de Sevilla y de
Andalucía (se vieron autobuses de numerosos lugares) vinieron a encontrarse en
las calles con el Señor. El riesgo de lluvia no hizo sino ponerlo todo más
fácil, hacerlo más bello, con el Nazareno de Juan de Mesa recorriendo la ciudad
bajo un sol radiante y un celeste que muchos nunca habían conocido sobre el
Señor (el relativamente reciente traslado a Santa Rosalía por las obras de la Basílica fue más breve y
sin paso).
Toda la ciudad era un trasiego de personas abarrotando las
calles y una mezcla de acentos, desde el de los pueblos del Aljarafe hasta el
de un matrimonio de Barcelona, pasando por la sevillana residente desde años en
Ibiza y, por supuesto, los turistas extranjeros que quizá no alcanzaban a
comprender lo que veían, pero que sin duda sabían que se trataba de algo
grande.
Dios por las calles. Recogiendo oraciones, suspiros y
agradecimientos, generando lágrimas en hombres y mujeres, jóvenes y mayores.
Dios acompañado por saetas a destiempo que algún guardián de las esencias
seguro que ya ha tenido ocasión de criticar en la barra de algún bar o en el
anonimato de un foro. Lo que no se puede explicar, algunos nunca lo podrán
comprender. Dios andando ocasionalmente a los sones de marchas procesionales
pareciera que compuestas expresamente para Él.
Dios. El que visitamos los viernes. ¿Los viernes? No. El que
visitamos cada vez que pasamos ante su puerta, o cada vez que miramos el
azulejo de San Lorenzo, el de tantas casas y rincones de Sevilla y de fuera. El
que visitamos en la distancia al contemplar una estampa, un cuadro, una medalla
o incluso un calendario.
El Dios de todos que para todos salió el jueves, como
adelanto del gozo que este domingo pudimos vivir sin que la oscuridad de la
noche nos robara un solo detalle de su rostro, de su paso y del rojo de sus
claveles.
Había varios puntos de interés en su recorrido y todos
estaban atestados de gente desde mucho, muchísimo tiempo antes de la llegada
del Señor. Uno era, después de la salida, la Plaza Nueva, donde hubo hasta
alfombra de romero como en esas mañanas de jueves de Corpus, en que Dios
Sacramentado recorre el centro. ¿Cómo no alfombrar de ese mismo romero parte
del recorrido del rostro que le ponemos a Dios en Sevilla?
Eran las doce menos veinte de la mañana y, puntual a lo
previsto, como iba a discurrir toda la procesión, la cruz de guía se plantaba
frente a la puerta del Ayuntamiento, donde minutos antes alguien había tomado
la decisión de mover las vallas para permitir que parte del público que llenaba un lado del Andén ocupara una zona en principio delimitada y reservada para
vaya usted a saber quién y por qué. Una buena decisión. Ayer no era día de
clases ni distinciones.
Y tras la cruz de guía, el mismo cortejo que el jueves en el
traslado de ida: unos mil hermanos con cirios color tiniebla separados en
tramos por las reliquias del Beato Diego José de Cádiz y el Beato Marcelo
Spínola, el canopeo, el guión de la Epifanía, la bandera de la Bolsa de Caridad
y el estandarte corporativo.
A eso de las doce, los ciriales y las nubes de incienso, que
se fundían con la del humo de las castañas de un puesto en la esquina de la
Avenida, anunciaron la llegada del paso, que venía precedido por el arzobispo,
Juan José Asenjo, agradecido a la hermandad por su colaboración en el Jubileo
de la Misericordia y por las modificaciones de día de los traslados, escoltado
por los hermanos mayores del Gran Poder, la Macarena y Santa Genoveva.
Impresionante el silencio que provocó en una Plaza Nueva
completamente llena la llegada del paso del Señor. Impresionante también la
participación de la Banda Sinfónica Municipal, siempre perfecta, interpretando
“Ione” para el Gran Poder, como hace 51 años, cuando, de regreso de la Catedral, el Señor se encaminaba a inaugurar su nueva Basílica.
La adaptación a marcha procesional de la conocida
composición de Petrella sonó en dos ocasiones mientras el Señor recorría el
lado derecho de la fachada del Ayuntamiento y giraba primero hacia el
Consistorio y después completaba el giro hacia la plaza. Hay detalles que dicen
mucho. El Señor del Gran Poder no se detuvo mirando a la Sevilla oficial, a los
representantes políticos (por cierto, sin el alcalde). No. El Señor se paró
cuando se quedó mirando hacia la Sevilla real, al pueblo, que es quien y como quiere ser, y no como algunos digan que es. Ahí es cuando el
paso se paró, para mirar y ser mirado. Y en esa posición se rezó un Padre
Nuestro y un Ave María; las oraciones de todos, las más sencillas. No hacía falta más.
A continuación, los Villanueva tocaron el llamador, el paso
se levantó al tercer golpe y retomó su camino, mientras la Sinfónica Municipal
tocaba “Sevilla cofradiera”. Con ella, andando lentamente, terminó el Señor de
recorrer la improvisada alfombra de romero y el resto de la fachada neoclásica del
Ayuntamiento para girar a la calle Granada y continuar su camino tan especial.
Por un lateral de la Plaza de San Francisco, el Señor buscó
la Plaza del Salvador y subió la Cuesta del Rosario hasta la Alfalfa, siempre
arropado por una cantidad de gente que, en total, a lo largo de todo el
recorrido, el Ayuntamiento ha cifrado en más de 200.000 personas.
Después siguió por la Plaza del Cristo de Burgos hasta San
Pedro, con una calle Imagen absolutamente llena de gente hasta casi las Setas.
Y la parada más larga vino después, en el Convento de las Hermanas de la Cruz,
que por primera vez recibían la visita del Señor de Sevilla, justo al día
siguiente de la celebración de la festividad de su fundadora, Santa Ángela de
la Cruz.
Por delante quedaban el Convento del Espíritu Santo, San Juan
de la Palma y Monte-Sión, ante cuya capilla se concentró la gente desde
mucho tiempo antes de la llegada de la cruz de guía, que apareció con antelación a lo anunciado, aunque después estuvo parada durante un largo rato justo delante
de la capilla donde la Virgen del Rosario seguía en su paso de palio de
traslado con el que salió a la calle el pasado martes, en su anual rosario de la
aurora (ver).
Para entonces, el sol hacía ya bastante que se había marchado
por detrás de los edificios de los números impares de la calle Feria, dando un
respiro a la gente en esta calurosa mañana de noviembre.
Tardó bastante en llegar el paso, que se había detenido en
cada uno de los lugares antes mencionados. Pero cuando llegó, volvió la música,
con la Banda de la Cruz Roja, en la misma Plaza de Monte-Sión, interpretando
“La Madrugá” desde que el Señor hizo acto de presencia a lo lejos, nada más
salvar la estrechez de la confluencia entre Feria y Castellar.
De nuevo, el silencio más absoluto mientras el Gran Poder
buscaba el encuentro con la Virgen del Rosario, ante la que se volvió y se
detuvo, momento en que, sorprendentemente, la banda interrumpió la
interpretación de “La Madrugá” justo cuando se iniciaba la parte más emotiva de la
composición.
Hubo oraciones para el Señor, que, sin entretenerse más allá
de lo necesario, reemprendió el camino por Feria para girar a la izquierda en Conde
de Torrejón en dirección a la Alameda de Hércules. La Banda de la Cruz Roja se
despidió del Gran Poder con otra marcha, “Nuestro Padre Jesús”, que en este
caso, afortunadamente, sí dio tiempo a escuchar de principio a fin.
Y ya sólo quedaba la llegada al barrio de San Lorenzo, al
que desde la Alameda se internó por la calle Santa Ana, donde resultó
extraordinariamente cómodo ver al Señor, con amplios huecos libres, dado que la
gran mayoría de la gente prefirió intentar hacerse con un sitio en la Plaza de
San Lorenzo para ver la entrada.
Fue la última visita del Gran Poder en su salida
extraordinaria. La última casa ajena en la que el Señor posó su mirada. Lo hizo
en el convento carmelita de Santa Ana, cuyas religiosas le cantaron antes de
que continuara su camino.
Pero antes de girar a la calle Santa Clara para, en línea
recta por Eslava, alcanzar San Lorenzo, el paso se detuvo en el cruce con Santa
Ana, como había hecho también en la esquina de Granada y en la de Feria con
Conde de Torrejón, y en prácticamente todas las esquinas del itinerario. Esto,
que desde el punto de vista cofradiero y del andar de los pasos no es, quizá,
demasiado estético, fue otro de los grandes detalles de esta salida
extraordinaria: dejar ver a todos el mayor tiempo posible al Señor; que las
muchas personas que llenaban cada cruce tuvieran opción, aunque fuera desde
lejos, de disfrutar unos minutos de la contemplación de su rostro.
Y el detalle final que rubricó de manera inmejorable lo
grande que han sido estos días, del jueves al domingo, protagonizados por el
Señor lo puso la gente de una manera completamente natural. Entraba el Gran
Poder en su casa a eso de las cuatro y media de la tarde y, cuando ya se
cerraban las puertas tras Él, toda la gente que abarrotaba la Plaza de San
Lorenzo rompió en un cerrado, emotivo y ensordecedor aplauso.
En una mañana de Viernes Santo, esto habría quedado fuera de
lugar. Pero lo de ayer fue otra cosa, algo distinto. Ayer Sevilla vivió un día
glorioso, de gozo inmenso junto al rostro que los sevillanos le imaginan a
Dios. Fue un día de oraciones íntimas, de lágrimas, de rezos, de susurros al
paso del Señor y de emoción pura y vibrante. Pero es que hay emociones que son
imposibles de contener y ayer Sevilla, los sevillanos y los que vinieron de
fuera, no tuvieron más remedio que, con palmas de lo más respetuosas, dar
gracias por tanto al que es nuestro padre, a Jesús del Gran Poder.
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