jueves, 23 de abril de 2009

DAÑOS COLATERALES


Si tuviera que utilizar una sola palabra para definir la entrada de la Soledad de San Lorenzo en su templo el pasado Sábado Santo, esa palabra sería lamentable. Y no por la hermandad, que lo hizo de la forma tan brillante como acostumbra, sino por la inexplicable guerra de saeteros, quienes, amparados en la oscuridad de la plaza, libraron una ridícula competición por ver quién gozaba del honor de haber cantado la última saeta.
Y no salvo a nadie de ese ridículo. Ni a los saeteros aficionados, alguno de los cuales demostró tener más valor que vergüenza, ni a los profesionales, que se dejaron llevar por la batalla, cayendo también en el absurdo.
Vayamos por partes. Yo venía siguiendo a la Soledad desde la calle Cuna, y la verdad es que durante todo ese trayecto no hubo prácticamente saetas hasta llegar a la plaza de la Gavidia, donde Jesús Heredia, uno de los más reconocidos, le cantó aquello del “divino broche de oro que cierra la Semana Santa”. No debió de quedar muy satisfecho con la interpretación, porque rápidamente se desplazó hasta la plaza de San Lorenzo, como ahora veremos.
Ninguna saeta por Cardenal Spínola y llegamos a la plaza. Nunca había visto la entrada de la Soledad. Sabía de la sucesión de saetas que se produce cada año, pero ignoraba que en esto, como en tantos otros aspectos de la Semana Santa, se hubiera perdido el sentido de la medida. Pensaba que en cuanto la Virgen asomase a San Lorenzo comenzarían los saeteros con lo suyo. Pero no fue así hasta que el paso no estuvo en mitad de la plaza. Un tiempo precioso, por tanto, perdido por los saeteros (aficionados y profesionales) que les llevó a iniciar la guerra sin cuartel.
Fue ciertamente patético ver cómo los saeteros se pisaban entre sí para que no se les adelantara otro. Dio hasta cierta vergüenza ajena una saetera, la única mujer en la batalla, que, como una Juana de Arco cofrade, logró finalmente cantar su saeta a pesar de ser pisoteada hasta en dos ocasiones por las voces masculinas, más potentes, que cantaban por encima de ella.
Heredia, que ya había hecho acto de presencia, volvió con lo del “divino broche de oro” (habrá que actualizar las letras un poquito). Y cuál no sería mi sorpresa cuando El Sacri, otro de los grandes, cantó instantes después la misma saeta, palabra por palabra. Aún no había entrado, y la Virgen llevaba ya tres broches de oro. ¿Había necesidad de repetir la misma saeta? ¿Aportaba algo a la entrada de la Soledad? Por cierto, El Sacri fue el saetero al que le tocó claudicar ante nuestra Juana de Arco particular. Tras comenzar una saeta que se iniciaba así: “Soledad de San Lorenzo...”, se dio cuenta que la saetera también estaba cantando y se calló.
En toda guerra hay que arriesgar. Y hubo un saetero que arriesgó, y de qué manera, cantándole a la Soledad en latín (!!!!), aunque seguro que mi profesor del instituto habría concluido que ésa no era nuestra lengua muerta. O bien que lo muerto, muerto está, y para qué resucitarlo.
Pero la guerra de las saetas la ganó El Sacri, quien, no contento con haber participado una vez en la absurda batalla, decidió intentarlo una segunda. Claro, que no sé si cuenta como victoria, dado que esta nueva saeta se la acabó cantando a la puerta cerrada de San Lorenzo. Ignoro si, con tal de lucirse, al saetero le dio igual cantarle a la Virgen que a la puerta, al monumento a Juan de Mesa o a las palomas de los árboles, que no podían dormir con la lucha encarnizada que se libraba en la plaza.
El público, que se dio cuenta del ridículo tan espantoso que acababa de presenciar, optó por callar definitivamente al impenitente saetero con un aplauso, tras el que El Sacri dio la faena por terminada y se bajó del banco en el que estaba subido.
Y dentro de San Lorenzo se quedó la Soledad, a la que los saeteros, empeñados con afán en la causa, le estropearon la entrada en su templo, que debería haber sido en absoluto silencio, respeto y recogimiento. Es lo que se llaman daños colaterales de la guerra. Otro año será.

jueves, 26 de marzo de 2009

SALIDAS DIGNAS Y NO DIGNAS


Dicen que las comparaciones son odiosas; comparaciones que hacen patentes las dos (o más) varas de medir que se utilizan en diversas ocasiones para juzgar la situación de unos y otros.
Me centro en la cuestión. La cosa va de definir qué es una salida digna y qué no lo es. Antes incluso de la Cuaresma se decidió que la salida de la Hermandad del Sol no era digna. O por lo menos no tan digna como para llegar a la Catedral un Sábado Santo. Y todo porque no pueden salir de un templo, sino de un “tinglao” (¡qué atrevidos son en Málaga!). Eso no puede ser, dijo alguien. Como si la estación de penitencia de una hermandad en la Catedral tenga algo que ver con el lugar desde el que salga. Vamos, que las estaciones de la Quinta Angustia, El Calvario, El Amor o Pasión son mucho más dignas, porque salen de templos grandes y de enorme belleza, que la de Jesús Despojado o El Baratillo, que salen de capillas minúsculas, ¿no?.
Así que El Sol ha sufrido un triple varapalo: el del párroco de San Diego de Alcalá, que no les dejaba abrir una puerta en el templo por la presencia de unos cristalitos de colores sin mérito alguno; el de la crisis económica vía bancos que no les dan crédito para la construcción de un lugar “digno” desde el que salir; y el del Consejo, que no les ha permitido salir del “tinglao” (los malagueños están locos). Por no hablar del tema de la Milagrosa.
Pero fíjate tú por dónde, si retrocedemos sólo un año en el tiempo, nos encontraremos con la primera estación de penitencia a la Catedral de la Hermandad del Cautivo y Rescatado del Polígono de San Pablo. Y qué contentos estábamos todos (yo el primero) viendo a esta hermandad conquistando el centro de Sevilla con sus dos grandes pasos. Nadie le dio importancia a que esta hermandad no había salido de un templo, sino de un “tinglao” (¡qué listos son en Málaga!). Es verdad que es un “tinglao” un poco más estable que el que la Hermandad del Sol utilizará con atrevimiento el Sábado de Pasión para salir a la calle. Pero no deja de ser una nave. No hay muros de piedra, no hay ladrillos, no hay cubiertas con tejas, ni madera, no hay retablos, no hay altar... Pero salió a la calle y alcanzó la Catedral con todo derecho, como volverá a hacer este año y ya para siempre.
Y ahora volvamos a este año 2009. Hermandad de la Esperanza de Triana. Capilla (¿capilla?) de los Marineros. Esta cofradía realizará su salida desde un templo que se encuentra en obras. Que no tiene suelo (sino un piso de cemento), que no tiene altares, que no será más que una estancia con un aspecto realmente lamentable. ¿Es lógico que una hermandad de la grandeza de la Esperanza de Triana monte sus pasos, celebre la tradicional visita matinal del Jueves Santo y salga en la Madrugá de un templo a medio hacer? ¿Eso es una salida digna?
Lo dicho, dos (o más) varas de medir que perjudican, como siempre, a las mismas. A las cofradías más pequeñas, más humildes y con menos peso en la ciudad.

lunes, 23 de marzo de 2009

EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN, SEGÚN MUÑOZ JIGATO


Decía el pasado año el hermano mayor de la Vera-Cruz, cuando se le preguntaba por el posible traslado al Jueves Santo, que el día más grande para cualquier hermano de esta cofradía es el Lunes Santo, por lo que no se planteaba ninguna modificación. Así ocurre con todas las hermandades. Su día más grande, con el que sueñan sus hermanos, el que esperan todo el año descontando los minutos, es aquél en el que hacen su estación de penitencia. Bueno, con todas no. Hay una hermandad en Sevilla para la que su día de salida no sólo no es el más esperado, sino que desean abandonarlo desde hace años, huir de él como alma que lleva el diablo.
Los hermanos de la Resurrección, miembros de la Hermandad de la Resurrección, que dan culto público al misterio de la Resurrección, no quieren salir el Domingo de Resurrección. Cabría preguntarse entonces por qué esos hermanos decidieron ingresar en la Hermandad de la Resurrección en lugar de en cualquier otra de las muchas que salen entre el Domingo de Ramos y el Sábado Santo, y cuyas entradas en Campana sí que son retransmitidas por la tele.
Esto es un culebrón que tiene ya más capítulos que “Yo soy Bea”. Es un culebrón que está consiguiendo que cualquier seguidor de los medios de comunicación mínimamente interesado por las cofradías sepa claramente cómo se llama el hermano mayor de La Resurrección, mientras que los nombres de los responsables de hermandades como El Gran Poder o La Macarena puede que no les suenen ni de la bulla de la feria.
Quizá sea eso lo que le guste a Juan Muñoz Jigato. Quizá por eso vuelva Cuaresma tras Cuaresma sobre lo mismo, en lugar de hablar de ello en julio o en octubre, cuando los medios de comunicación no prestan casi atención a la información cofrade. Él prefiere esperar a que falten sólo unos pocos días para la Semana Santa. Es entonces cuando tiene las ocurrencias de plantear medidas de fuerza en forma de cartas, reuniones con Palacio a escondidas del Consejo, cabildos extraordinarios para votar horarios e itinerarios ficticios, o anunciar pseudo-manifestaciones en el cabildo de Toma de Horas. Y todo eso se hace, se anuncia, se prepara durante la Cuaresma, que en julio se está muy bien en la playa.
Claro, luego le dicen que no y entonces sale con el discurso victimista. “No nos escuchan”, “no nos hacen caso”, “nos tienen marginados”... Otras veces recurre al argumento del horario tan poco apropiado para estar en la calle y la inseguridad ciudadana, aunque este razonamiento se le olvidase cuando consiguió del vicario el permiso de hacer estación a la Catedral a las dos de la mañana. Ahí ya no le afectaba tanto la inseguridad y estar en la calle en plena madrugada. Es evidente que el horario actual es malo. Pero yo lo creo de verdad, no como el señor Muñoz Jigato, que dice que es malo y pacta uno peor. El colmo del surrealismo llegó cuando declaró, sin pudor alguno, que el Domingo de Resurrección es para ir a los toros. Sin palabras.
Y como no hay primavera sin azahar ni Cuaresma sin polémica de la Resurrección, este hombre vuelve por donde acostumbra. Regresa a la batalla para derrotar al enemigo (el sentido común) por agotamiento del contrario. Con lo que darían hermandades como Los Panaderos o La Bofetá por tener, al igual que La Resurrección, 24 horas a su entera disposición...
Suerte en la lucha, Juan. Ya verás cómo más tarde o más temprano conseguirás lo que te propones y podrás pasar un Domingo de Resurrección como a ti te gustaría: viendo por la mañana una y otra vez la entrada en Campana de tu hermandad, grabada de las retransmisiones de la televisión el día anterior; luego una siestecita; y más tarde a los toros, eso sí, con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide... ¡Vaya por Dios! Igual que la estación de penitencia...

martes, 17 de marzo de 2009

DIÁLOGO IMPOSIBLE



Dentro de tres semanas será Lunes Santo. A esta hora ya estará por las calles de Sevilla la Hermandad del Polígono de San Pablo, es decir, la de Nuestro Padre Jesús Cautivo y Rescatado y Nuestra Señora del Rosario, en la que será su segunda estación de penitencia a la Catedral después de su estreno el pasado año. Unos meses antes de la Semana Santa de 2008, la web pasioncofrade.net publicó este artículo que escribí al hilo de la sustitución de la antigua imagen de la Virgen del Rosario, obra de Luis Alberto García Jeute, por la nueva, de Luis Álvarez Duarte. Podríamos decir que se trata de una fábula, dado que es un diálogo entre las dos imágenes, la antigua y la nueva, a las que me refiero como Charo y Rosario. Una viene y la otra va. En el seno de la cofradía, e incluso fuera de ella, hubo quien se tomó el artículo bastante mal y lo calificaron algunos incluso de irreverente. Otros, con la mente mucho más abierta, lo interpretaron como lo que es, un cariñoso homenaje a la Virgen sustituida, después de un buen número de años recibiendo las oraciones y la devoción de los vecinos del Polígono, barrio por el que salía en procesión cada año en los días previos a la Semana Santa.

DIÁLOGO IMPOSIBLE
Barrio del Polígono de San Pablo. Parroquia de San Ignacio de Loyola. Una mujer joven, de llamativos ojos verdes, entra en las dependencias parroquiales y se encuentra con otra mujer que, sentada, se muestra en actitud de esperar.

ROSARIO: Hola, buenas tardes.
CHARO: Hola.
R. ¿Se puede?
C. Sí, claro, pase.
R. Es ésta la parroquia de San Ignacio de Loyola, ¿verdad?
C. Sí, sí. Ésta es. ¿A quién está buscando? ¿Al párroco?
R. No. Busco a alguien de la Hermandad. ¿Sabe si están ahora por aquí?
C. Imagino que sí. Yo también los estoy esperando.
R. Ay, perdone. No me he presentado. Me llamo Rosario.
C. ¡Vaya! Pues yo también.
R. ¡Qué casualidad!
C. Aunque aquí me llaman Charo. Es que me tienen mucha confianza, ¿sabe? He pasado en el barrio toda mi vida.
R. Ah. ¿La quieren mucho aquí?
C. Pues sí, desde siempre. Lo que pasa es que ahora me tengo que ir.
R. ¿Del barrio?
C. Sí.
R. ¿Y eso?
C. Bueno, son cosas que pasan. Por lo visto ha llegado el momento de que me sustituyan.
R. Uy. Me temo que ya sé lo que ocurre.
C. ¿A qué se refiere?
R. Que a mí me han llamado de la Hermandad para sustituir a alguien. Yo que llego y usted que está esperando para irse... Y luego está lo de la coincidencia en los nombres...
C. Ya veo por dónde va. Usted va a ser yo a partir de ahora.
R. Cuánto lo siento.
C. No se preocupe. Es normal. Ya ha pasado otras veces.
R. Estaba yo... esperando... y me avisaron de que había una vacante en esta parroquia, y...
C. No hace falta que se justifique. Usted no tiene la culpa. Supongo que ya he cumplido mi misión en el barrio.
R. Pero ahora yo me siento un poco mal.
C. No hay porqué. Además, viéndola ahora lo entiendo. Con esos ojos verdes... esa piel tan morena...
R. Bueno, ya sabe. En Jerusalén en esta época pega el sol con bastante fuerza.
C. Ya me imagino. A mí es que hace tiempo que no me da el sol. Fíjese que ni siquiera salí a la calle este año...
R. ¿Qué pasó? ¿Llovió?
C. Bueno... no exactamente. Cayeron algunas gotas. Pero se decidió no salir. Y eso que este año iba a visitar a Consolación. Es otra compañera de aquí cerca. Pero nada, me quedé con las ganas. Me dio bastante pena. Sobre todo porque ya sospechaba yo que sería la última vez que me subirían en el palio.
R. Ah, ¿tendré ya un paso de palio?
C. Sí, azul. Muy bonito. Aunque imagino que también lo sustituirán dentro de poco. Es un palio que está bien para mí. Pero quizá piensen que no es adecuado para usted.
R. No diga eso. ¿Y cuándo sale la Hermandad?
C. Hasta este año el Sábado de Pasión. Pero el año que viene saldrá ya en Semana Santa. Ha tenido usted suerte. Va a entrar en la Catedral.
R. Ah, ¿sí?
C. Pues sí. Es lo que se llama “llegar y besar el santo”. Claro que yo estuve en la Cruz del Campo.
R. Es verdad, la famosa Cruz del Campo...
C. Hasta ahí llegamos el año pasado. Fue muy emocionante porque conocimos el origen mismo de la Semana Santa.
R. ¡Qué bien! Pero ha dicho “conocimos”. ¿Con quién fue?
C. Pues con mi hijo. Bueno, ahora será el suyo. Asómese ahí, dentro de la iglesia. Está en su altar.
R. A ver... Uy, sí, ahí está. ¡Qué hermoso!
C. Sí, ahora que lo pienso se parece bastante a usted. Creo que porque vienen del mismo sitio.
R. Es posible. Parece que tiene los ojos verdes como yo.
C. Sí, verdes los tiene. Lo quieren también mucho en el barrio. Lo llaman Cautivo y Rescatado.
R. Muy bonito, sí señor. Y usted, ¿dónde va a ir?
C. Pues todavía no lo sé. Aquí me tienen esperando. Me sacaron del altar una noche a altas horas, y aún no sé dónde me llevarán. Pero sí sé que fuera de Sevilla.
R. ¿La destierran? ¡Ay, qué pena!
C. No se preocupe. Encontraré un sitio donde me quieran.
R. ¿Y yo? ¿Cree usted que a mí me querrá este barrio?
C. Con locura, claro que sí. ¿Por qué? ¿Tiene dudas?
R. Hombre, como soy nueva... y la sustituyo a usted.
C. Verá, le dejaré un regalo.
R. ¿A mí? ¿Cuál?
C. La devoción de mi barrio. El cariño y el respeto que me han dado a mí durante tantos años. Se lo dejo como recuerdo. Así no se olvidará de mí. Y mi gente tampoco.
R. Muchas gracias, Charo.
C. De nada.
R. Pero yo, ¿qué puedo hacer por usted?
C. ¿Por mí? Muy sencillo. Proteja usted a mi gente. Cuide de todos ellos. Atienda sus oraciones y sea el orgullo de esta zona de la ciudad. Entre en Campana el año próximo como una reina y hágame un hueco imaginario en su palio cuando recorra las naves de la Catedral. Yo, desde donde esté, no me perderé ese momento.
R. Así lo haré, Charo.
C. Pues muchas gracias, Rosario.

miércoles, 4 de marzo de 2009

LA MADRUGÁ


Mareas humanas que caminan en todas direcciones. En las que obligan las filas de nazarenos, los cirios, las cornetas y los tambores, y el silencio. Vivir una Madrugá en Sevilla es dejarse llevar por el sentimiento. Es trascender lo material, es seguir el camino que el mismo Jesús siguió. Es juntar la noche con el día. Una noche eterna que se acaba en un suspiro. Un día que comienza con un Dios sentenciado que se ha pasado la noche caminando con su cruz por toda Sevilla. Mostrándola a los sevillanos y a los de fuera. Diciéndoles a todos: “Hijos míos, ésta es vuestra cruz y yo la llevo, para que la bendiga mi madre, que es la vuestra, la Virgen de los Reyes, y volverla después de regreso, para dejarla guardada en el templo, y que vengáis a verla cuando lo necesitéis, que un año son doce meses de espera”.
La primera sensación de quien vive esa Madrugá mágica, es querer verlo todo enseguida. Tanto hemos oído hablar de Ella, ¡la Macarena! Y esta noche la veremos en la calle, llenando de Esperanza cada rincón, cada balcón, cada mirada... ¡Cuántas miradas se lleva la Macarena tras de sí! Cuando el impresionante nazareno de Martínez Montañés, “el dios de la madera”, ya está descansando junto a su madre de la Merced, y cuando los últimos nazarenos de Montesión van abandonando su capilla de la calle Feria, Sevilla es un ir y venir de personas que están a punto de juntar el Jueves con el Viernes más especial que tiene Sevilla. Al final de Feria, junto a la antigua muralla, no caben más alfileres que los de las capas blancas con un escudo bordado que va camino de los cinco siglos. Va a salir la Macarena, y frente a su arco resulta difícil ver las caras de quienes portan esos cascos romanos que ofrecen inmejorable escolta al Señor de la Sentencia. “El Sentencia”, como le llaman los sevillanos, es la primera imagen que va a ponerse en la calle en esta noche santa.
Capirotes morados le preceden. Y delante de todos ellos, una cruz de plata que no volverá a la basílica hasta casi la hora nona, con el sol del Viernes en todo lo alto.
Aplausos y lágrimas. Risas y llantos emocionados que dejan la espera de un año entero. “Ya sale”, dicen unos. “Ahí viene”. Otros miran el reloj y, programa en mano, comentan: “Ha salido antes de tiempo”. Y ¿cómo no salir antes? Si las calles de Sevilla la están echando de menos... Si muchos han pasado la tarde entera en la puerta, esperando el momento. Pasan los minutos. Los nazarenos van dejando el templo deprisa. Hay muchas ganas de abrirle paso al “Sentencia”, cuyo paso asoma ya sus candelabros tras el dintel. Y entonces, el silencio. Se apagan las voces. Miles de almas pendientes de un solo punto. La puerta por la que poco a poco asoma un cristo maniatado que está oyendo su suerte mientras Pilatos, sordo ante los ruegos de su esposa, se quita de las manos su culpa. Suena la banda, se suceden las marchas, y el paso de la Sentencia, con el infatigable andar de sus costaleros, va alejándose del atrio de la basílica buscando el arco. Lo atraviesa y se aleja, dejándose querer por su pueblo, que hoy no elige a Barrabás, y sin que la banda, reconvertida en centuria, deje por un momento de redoblar.
Los capirotes son ahora verdes. De un verde Esperanza. La gente intenta averiguar cuánto falta para verla a Ella según la insignia que adivinan a lo lejos. Y se acaba la espera. La Virgen que, según dicen, ríe y llora al mismo tiempo, se planta en mitad de la calle entre el griterío, la emoción, los llantos desbordados de la gente. Todo un año recibiendo las visitas de su pueblo, y hoy es Ella la que ha decidido ponerse sus mejores galas para salir a ver a quienes tanto la quieren y la veneran. Es la misma que está presente en el discurrir diario de la vida de los sevillanos. En sus paredes, en cuadros que son limpiados con mimo, y con un avemaría. En la cartera del estudiante que va a hacer un examen, en el parado que va a su decimocuarta entrevista de trabajo, en la anciana que aún busca en el lado vacío de la cama a quien ha estado junto a ella durante los últimos sesenta años de su vida.
Hace algunos años, ya de mañana, la Macarena se detuvo y se volvió hacia un balcón habitado por una mujer mayor que intentaba con su pañuelo devolver la claridad a unos ojos cegados por las lágrimas. La hermana con la que vivía había muerto, y unos desalmados habían entrado en su casa para llevarse lo poco o nada de valor que le quedaba. Y todo eso pasó entre la última vez que la Macarena pasó por su balcón, y ésta, en que decidió volverse para traerle consuelo, y sobre todo Esperanza. La Macarena siguió después su camino, dejando que la mujer pudiera ver con detalle ese manto bajo el que más que nunca se había sentido cobijada.
¿Por qué lloran los sevillanos con sus imágenes? ¿Qué les pasa por la cabeza? Eso es inexplicable. Es un mundo. Después de tanto tiempo de pie, es un descanso ponerse a andar. Emprendemos el camino que nos ha de llevar al centro mismo de Sevilla, casi
impracticable. Pero es imprescindible encontrar un hueco para que nuestros pasos se crucen con los suyos. Señor del Gran Poder. En la calle que lleva su mismo nombre esperamos su llegada en un ambiente totalmente distinto. Ahora todo es silencio, quietud, recogimiento. La gente habla en voz baja. Susurra. Y los nazarenos de negro ruán caminan mirando al de delante. Y al fondo, saliendo de la estrechez de su calle aparece Él. Viene verdaderamente caminando. No hay costaleros que lo lleven. Él guía a los hombres que, desde abajo, siguen sus pasos. Pasa rápido el Gran Poder, recogiendo oraciones de miradas llenas de lágrimas. Pero esta vez, no se asoman por la vibración de unas marchas, de un olé, ni de unas palmas. Ahora es Él y sólo Él quien tira de la emoción de quien lo contempla. ¡Cuántas de esas personas habrán sucumbido ante sus ojos, que miran al vacío, vencido por la cruz pero con paso firme!. “Hijos míos, ésta es vuestra cruz y yo la llevo”.
La cera de los nazarenos es ahora blanca porque viene Su Madre. Pero ahora no viene sola. El discípulo amado la viene consolando. El que saliera del mismo taller que su maestro, del taller de Juan de Mesa, otro artista irrepetible. Viene también a paso ligero. Quiere alcanzar a su Hijo, aunque sabe que hasta que los pájaros no le canten a un nuevo día no lo va a conseguir.
Nuestros pasos se dirigen ahora al puente. Triana. Otro mundo. Y la misma fe. Por el que pocos llaman Puente de Isabel II viene Jesús cayendo tres veces. De nuevo la emoción se canaliza a través de las cornetas y tambores que desde el otro lado del Guadalquivir anuncian que viene Triana. Otra vez los capirotes morados y verdes. Y otra vez unos costaleros que van a echar el resto en una noche en la que ya hemos perdido la cuenta de cuántas horas llevamos siguiendo la Pasión de Cristo al mismo tiempo que Él, como apóstoles que no podemos desviar la mirada ante lo que está sucediendo, pero que tampoco podemos pararlo. Un soldado romano a caballo le indica el camino, y el camino que señala es el que conduce a la Giralda. Y tras Él, tras el Señor caído entre mujeres, un sinfín de trianeros que no quieren despegarse ni un minuto de quien atiende sus súplicas durante todo el año.
Se repite el verde Esperanza en los capirotes. Llega la Trianera por excelencia. Llega la otra Esperanza de la noche, la que también llaman marinera, y aquí el pueblo enloquece, y se suceden los gritos de “guapa, guapa, guapa, y bonita...”. Alguien dijo en una ocasión que una imagen de la Virgen es como una foto de nuestra madre. Una foto en la que siempre sale guapa, a la que hablamos y miramos con dulzura. Y la madre que, radiante, atraviesa el puente, es además reina, la Reina del Cielo que, desde el puente, se ve aún más amplio. Se aleja la Esperanza habiéndonos dejado un poquito de Ella.
Nos reencontramos con el negro más sobrio y penitencial. Llega el Calvario. Otro cristo tan antiguo como el Gran Poder, pero éste viene ya muerto. La Esperanza de Triana se ha llevado a la mayoría del público y, por primera vez en toda la noche, podemos caminar casi al lado del cristo, recrearnos en la contemplación de una obra de arte al más puro estilo andaluz. Un cristo dulce y quizá dormido en la cruz. Probablemente el único que duerme en una noche en que el viento no sólo juega con las llamas de los cirios y los hachones que rodean al cristo dormido; también se cala en nuestro huesos, ahora que hay más espacio libre en la calle. Unas cuantas filas de nazarenos, algunos dejando ver unas manos que parecen haber sujetado ya muchos cirios delante de la Virgen. La Virgen de la Presentación, siguiendo a su Hijo en esta Madrugá a la que a estas horas le queda ya poco de oscuridad.
Una cofradía, la que se dice que es la más antigua, pues remonta sus orígenes a mediados del siglo XIV, regresa a su templo. Tras llegar a la Catedral y despedirse de la Patrona, ha emprendido el camino de regreso y casi ni nos da tiempo a verla. Todo en ella nos recuerda a épocas pasadas. Es la Hermandad del Silencio que, a pesar de su nombre, ofrece unos sonidos inconfundibles. Como el del trío de músicos que precede a cada uno de los pasos. Oboe, clarinete y fagot para ponerle música al silencio. Como un barco que se abre paso entre la marea de cabezas que lo rodea, Jesús Nazareno llega a nuestra altura dejándonos ver su curiosa manera de portar la cruz. Jesús la abraza y más que nunca nos enseña su sacrificio, mientras un buen número de penitentes imitan su manera de llevar el madero donde va a ser crucificado.
Cera blanca y detrás de nuevo Ella y San Juan. La Virgen de la Concepción bajo su prodigio de orfebrería. ¿Quién dice que la Semana Santa no es arte? Me cuentan que el orfebre se inspiró en la fachada de la Catedral de San Marcos de Venecia. Pasa rápido el Silencio buscando ya su casa y le sigue el bullicio.
Llega la Hermandad de los Gitanos. Machado pedía una escalera para llegar al cristo de los Gitanos, y el Señor de la Salud anda pidiendo la saeta completa, que recibe en forma de marcha procesional. La emoción se desborda ante el “Dios moreno”, como lo conocen sus fieles devotos, que tampoco van a dejarlo solo esta noche. Marcha tras marcha, saeta tras saeta, Cristo avanza por la misma calle que hace sólo un momento abandonaba la hermandad silente por antonomasia. Es la Sevilla de contrastes, que alcanza la perfección juntando el arte cristiano con el musulmán en la torre de la Catedral, y el recogimiento y la sobriedad de una cofradía de negro, de silencio, con el calor de una cantada y piropeada Virgen de las Angustias.
Salud y Angustias, la cara y la cruz del ser humano. Otro contraste. Se va la Reina de los Gitanos y amanece en Sevilla. La noche da paso a la luz de un nuevo día. Rostros de cansancio, pero también de emoción por lo vivido. Y expectación por lo que está por venir. Queda la mañana del Viernes Santo.
Una mañana que ha llegado sin darnos cuenta. El Silencio aguarda un nuevo año; el Gran Poder regresa en silencio al lugar donde recibe cada día a los suyos; el Calvario sigue su camino hacia la Magdalena. Pero la Macarena, la Esperanza de Triana y los Gitanos aún seguirán bendiciendo las calles y a sus gentes hasta que, mediado el día, sea el momento de poner fin, ahora sí, a una noche que siempre será eterna en el recuerdo y en el corazón.
Y la anciana, enjugándose las lágrimas desde el balcón, sólo será capaz de susurrar: “Hasta el año que viene, Macarena; hasta que tú quieras”.

viernes, 27 de febrero de 2009

IN ICTU OCULI


El sol se abre paso tímidamente por encima del Aljarafe. Aún no tiene la fuerza suficiente para iluminar convenientemente las calles, pero Juana ya está en camino. Al salir ha dejado abierto el portalón exterior del antiguo patio de vecinos para que la vida de un día por estrenar empiece a llenar todo el inmueble. Se ha ataviado con su viejo vestido blanco con motivos florales, se ha recogido el pelo en un moño alto, casi en la coronilla, y se ha calzado sus zapatos planos de color negro. En una bolsa de supermercado lleva el delantal de todos sus días de trabajo. Un remendado delantal rayado de color azul y blanco.
Ha atravesado la Plaza del Triunfo y se ha parado un momento, como todos los días, para contemplar la imponente visión de la Catedral con la Giganta junto a ella, dándole ya las primeras luces. Se ha dirigido hacia Almirantazgo cruzando una Avenida en obras. Y piensa, nostálgica, que donde ya se han colocado los raíles de un moderno tranvía, estuvieron antes los que conducían a los viejos vagones del transporte urbano hasta Plaza Nueva, tras atravesar el río. Fue en uno de aquellos vagones donde conoció a Santiago, vendedor de billetes en Plaza de Armas. Un hombre bueno, ni guapo ni feo, ni rico ni pobre. “Un corriente”, dirían las amigas de Juana camino de misa de doce en la Caridad. Y allí, junto a las impresionantes pinturas barrocas de Valdés Leal, “in ictu oculi”, Juana se sorprendería confesando su amor por el ferroviario.
Ya cargan las furgonetas los operarios de Correos por la puerta lateral cuando Juana se para ante la capilla de la Pura y Limpia. Le da los buenos días y pide a la virgen chiquita tener buena jornada. Junto al Postigo tiene Juana su lugar de trabajo, la churrería de la que salen los “calentitos” de los desayunos del Arenal. Un negocio para el que el ferroviario puso el dinero, y Juana el resto, nada menos. El cariño, el esfuerzo, la valentía “y unas varices que la dejan a una baldá cuando coge la cama”. Pero esa masa frita con su chocolatito son su vida, y hasta que Dios no la retire no va a soltar el palo con que da forma a la masa en una piscina de aceite hirviendo.
Juana, que vivió ocho partos, sólo tuvo seis hijos. En dos ocasiones, las dos primeras, los bebés nacieron ya sin vida. Llegó a pensar que nunca podría cuidar a unos niños entre las cuatro paredes de su casa, y que no sería capaz de darle a Santiago los hijos que él esperaba con impaciencia. Hasta que un dieciocho de diciembre, día de la Esperanza, consiguió dar a luz felizmente a un bebé que, por fin, pudo ser bautizado con el mismo nombre del ferroviario.
No bien se hubo repuesto del parto, que no fue nada sencillo, parecía que el pequeño Santiago no quisiera conocer el mundo, Juana se plantó ante la capilla de la Pura y Limpia. Después de haber responsabilizado durante meses a la Virgen de su mala fortuna en esto de la descendencia, aquel día, agarrada a la reja y con la nariz pegada al cristal, le devolvió el saludo, y juró no negárselo nunca más, fueran cuales fueran sus circunstancias de vida en el futuro.
Los primeros clientes, los más tempraneros, son siempre los habituales, los dueños de las tiendecillas cercanas. Y en días de mercadillo, los responsables de los tenderetes que ocupan entera la Plaza del Cabildo y salen incluso hasta Arfe. En uno de ellos encontró Santiago una vieja cámara de fotos. “Si es una ganga, mi Juana”, repetía el ferroviario en respuesta a las protestas de la churrera, ya que en tiempos apretados tenían que sacar adelante a cuatro chiquillos y aún otros dos estaban por llegar. Pero como Juana ni pudo ni quiso negarle nunca nada, acabó entrando en casa la cámara de fotos, “auténtica tecnología alemana o japonesa”, decía el pícaro tendero como si se hubiera equivocado en sólo unos pocos kilómetros. El caso es que aquel cacharro, de la procedencia que fuera, se convirtió en mudo testigo de los momentos más importantes en la vida de la familia.
Unos meses más tarde de la llegada del quinto hijo, en el séptimo parto de Juana, Santiago se vio obligado a dejar el trabajo por una enfermedad de los huesos que aún hoy Juana no ha aprendido a pronunciar correctamente. “Se me ha puesto malo de los huesos”, explicaba. “Se le agarrotan y no tiene fuerza”.
La cosa fue a peor, hasta que un día, la fatalidad hizo que Santiago, creyéndose capaz de levantarse de la cama antes de que Juana volviera de la churrería para ayudarlo, fue de bruces al suelo tras dar cuatro pasos, no encontrando en la caída más recurso para sujetarse que unas inútiles cortinas. Juana, que apuraba al máximo las últimas semanas de su octavo embarazo trabajando, se alarmó al ver entrar asustado en la churrería a su hijo mayor, que como el resto de sus hermanos se había despertado con los gritos lastimeros de su padre, provocados por una rotura de cadera de la que nunca se recuperaría.
Cristóbal, que así fue bautizado el sexto hermano, se quedó sin fotos de su infancia, ya que después de aquello, la cámara, “de auténtica tecnología alemana o japonesa”, acabó muriendo también en un cajón, con su último carrete esperando recibir la impresión, a través del objetivo, de unas imágenes que nunca llegarían.
Juana sabe lo que es el trabajo, enfrentarse a un hogar con seis chiquillos, sin un padre en casa, llevarlo todo adelante con la mejor de las disposiciones, y sabiendo ahogar sus llantos entre las sábanas de una cama a la que le sobra la mitad del colchón. Juana, sin padres, sin marido y con un hermano destinado por la Jefatura a trescientos kilómetros, encontró en la churrería, en los desayunos del Arenal, el desahogo de una familia entera, de sus niños que pronto supieron la verdadera identidad de unos Reyes Magos que, maldita sea su estrella, pasaban de largo año tras año.
Un hombre joven, con su pequeña hija intrigada en ver la maña con que Juana gira con una mano la espiral de churros y con la otra los corta con unas enormes tijeras de cocina, están comprando el desayuno para llevárselo al resto de la familia, que aguarda en una antigua casa cercana, convertida ahora en modernos pisos de tres y cuatro dormitorios. Son cerca de la doce. Juana sabe que no va a vender todos los churros que quedan. Ya está apagado el fuego cuando el padre y la hija salen de vuelta a casa con el desayuno de sábado en la mano. Juana mete los pocos “calentitos” que han sobrado en una bolsa, limpia un poco el local y sale de vuelta a casa, con la bolsa de los churros junto a la del viejo delantal. Sus tres nietos, acompañados de sus padres, Santiago y Carmen, a la que aquel conoció en el mercado de San Gonzalo, donde encontró trabajo descargando la fruta de los camiones, la esperan en casa. Juana sabrá darle de nuevo vida a esos churros ya un poco reblandecidos, como supo dar vida a un hogar humilde, discreto y silente a pesar de la chiquillería que lo habitó.
El mismo camino, en dirección contraria. Lo primero, parada en la Pura y Limpia, y un “hasta mañana” que, alto y claro, sale de sus labios, provocando que una mujer cargada de bolsas de la compra le responda extrañada, mirando a un lado y a otro, intentando descubrir si el saludo era realmente para ella o hay alguien más en ese momento bajo el arco.
No habrá mañana, sin embargo. Nadie saldrá temprano dejando el portalón abierto tras de sí. Nadie observará con ensimismamiento las primeras luces bañar la veleta de la Fe sobre la torre de la Catedral. Nadie cruzará las obras de la Avenida, ni recordará otros tranvías por otros raíles. Nadie pedirá buena jornada a la virgen chiquita, que se quedará, ahora sí, sin que le devuelvan el saludo.
Y nadie descorrerá el cierre de la churrería de la que durante cuarenta años han salido los “calentitos” de los desayunos del Arenal. Porque hoy, metido para siempre en la bolsa de plástico del supermercado, ninguna gota de aceite manchará el remendado delantal rayado de color azul y blanco.

miércoles, 18 de febrero de 2009

PREGONERO DEL VIERNES SANTO


Se llama Paco y tiene casi tantos años como su barrio. Su corazón viste terciopelo verde y su mirada está llena de curiosidad y de experiencia. Su casa es una catedral, la de Triana, a la que ha dedicado sus días, sus cuidados y sus desvelos. Sobre todo cuando una Señora atraviesa el dintel de sus dominios para pasar allí una semana. Todo ha de estar dispuesto para atender como se merece a tan ilustre huésped. Que todo esté a su gusto. Y eso que Ella no necesita grandes atenciones, sino pequeños corazones a los que transmitir consuelo, compañía, amor y esperanza. Y para eso, el corazón de Paco es el lugar ideal.
Pero un día la Señora se marcha, aunque, como siempre, prometiendo volver muy pronto. Y así ocurre. Una mañana de Viernes Ella vuelve a buscarlo y lo encuentra, claro, en la puerta de casa, con la inquietud y la emoción de quien sabe que alguien muy importante va, como cada año, a reparar en él, a parar un momento, y a escucharle.
Porque Paco habla, ¡vaya que si habla! Lo que pasa es que su voz sólo la escuchan los que saben escuchar. Como Ella, que los escucha a todos. Paco le habla siempre. Cuando Ella está en su casa habitual junto a su Hijo, o cuando va de visita a verlo a él, o en la misma calle. A veces, le habla incluso cuando no se ven. Porque Paco tiene montones de fotos suyas, y duerme además cerca de Ella. Sus largas conversaciones sólo las conocen ellos. ¿Quién sabe cuántas cosas se dirán? ¿Qué historias compartirán? Pero esa mañana de Viernes, cansada Ella tras haber recorrido Sevilla, cruzando dos veces el puente que divide el alma de la ciudad, se presenta ante Paco frente a la puerta del hogar de los dos. Ella, de nuevo, lo escucha. Ella, y todos los presentes. Porque en ese mismo momento, ante el paso de palio de su Virgen de la Esperanza, Paco vence cada año sus limitaciones y se convierte en el mejor de los capataces. Y es que sus órdenes salen desde lo más profundo de ese terciopelo verde que le late en el pecho. Paco llama. Con el martillo. Pero también con una voz que permanecerá para siempre en el recuerdo de todos los que la escuchen. Los costaleros, una cuadrilla que por un instante será la suya, obedecen y levantan el paso con la misma fuerza con la que Paco obliga a sus dañadas cuerdas vocales a soltar al aire del Viernes Santo los más emocionados gritos de amor, cariño y devoción por esa Madre que, cumplida la visita, seguirá sus pasos buscando al Hijo caído. Habrá saetas en el regreso. Habrá gritos de ¡guapa! para Ella. Pero Paco, pregonero del Viernes Santo, y sólo él, como portavoz de los que, a pesar de todo, siempre tienen esperanza, habrá pronunciado las más hermosas palabras que Ella recoge cada Madrugá por las calles de Sevilla.