jueves, 23 de abril de 2009

DAÑOS COLATERALES


Si tuviera que utilizar una sola palabra para definir la entrada de la Soledad de San Lorenzo en su templo el pasado Sábado Santo, esa palabra sería lamentable. Y no por la hermandad, que lo hizo de la forma tan brillante como acostumbra, sino por la inexplicable guerra de saeteros, quienes, amparados en la oscuridad de la plaza, libraron una ridícula competición por ver quién gozaba del honor de haber cantado la última saeta.
Y no salvo a nadie de ese ridículo. Ni a los saeteros aficionados, alguno de los cuales demostró tener más valor que vergüenza, ni a los profesionales, que se dejaron llevar por la batalla, cayendo también en el absurdo.
Vayamos por partes. Yo venía siguiendo a la Soledad desde la calle Cuna, y la verdad es que durante todo ese trayecto no hubo prácticamente saetas hasta llegar a la plaza de la Gavidia, donde Jesús Heredia, uno de los más reconocidos, le cantó aquello del “divino broche de oro que cierra la Semana Santa”. No debió de quedar muy satisfecho con la interpretación, porque rápidamente se desplazó hasta la plaza de San Lorenzo, como ahora veremos.
Ninguna saeta por Cardenal Spínola y llegamos a la plaza. Nunca había visto la entrada de la Soledad. Sabía de la sucesión de saetas que se produce cada año, pero ignoraba que en esto, como en tantos otros aspectos de la Semana Santa, se hubiera perdido el sentido de la medida. Pensaba que en cuanto la Virgen asomase a San Lorenzo comenzarían los saeteros con lo suyo. Pero no fue así hasta que el paso no estuvo en mitad de la plaza. Un tiempo precioso, por tanto, perdido por los saeteros (aficionados y profesionales) que les llevó a iniciar la guerra sin cuartel.
Fue ciertamente patético ver cómo los saeteros se pisaban entre sí para que no se les adelantara otro. Dio hasta cierta vergüenza ajena una saetera, la única mujer en la batalla, que, como una Juana de Arco cofrade, logró finalmente cantar su saeta a pesar de ser pisoteada hasta en dos ocasiones por las voces masculinas, más potentes, que cantaban por encima de ella.
Heredia, que ya había hecho acto de presencia, volvió con lo del “divino broche de oro” (habrá que actualizar las letras un poquito). Y cuál no sería mi sorpresa cuando El Sacri, otro de los grandes, cantó instantes después la misma saeta, palabra por palabra. Aún no había entrado, y la Virgen llevaba ya tres broches de oro. ¿Había necesidad de repetir la misma saeta? ¿Aportaba algo a la entrada de la Soledad? Por cierto, El Sacri fue el saetero al que le tocó claudicar ante nuestra Juana de Arco particular. Tras comenzar una saeta que se iniciaba así: “Soledad de San Lorenzo...”, se dio cuenta que la saetera también estaba cantando y se calló.
En toda guerra hay que arriesgar. Y hubo un saetero que arriesgó, y de qué manera, cantándole a la Soledad en latín (!!!!), aunque seguro que mi profesor del instituto habría concluido que ésa no era nuestra lengua muerta. O bien que lo muerto, muerto está, y para qué resucitarlo.
Pero la guerra de las saetas la ganó El Sacri, quien, no contento con haber participado una vez en la absurda batalla, decidió intentarlo una segunda. Claro, que no sé si cuenta como victoria, dado que esta nueva saeta se la acabó cantando a la puerta cerrada de San Lorenzo. Ignoro si, con tal de lucirse, al saetero le dio igual cantarle a la Virgen que a la puerta, al monumento a Juan de Mesa o a las palomas de los árboles, que no podían dormir con la lucha encarnizada que se libraba en la plaza.
El público, que se dio cuenta del ridículo tan espantoso que acababa de presenciar, optó por callar definitivamente al impenitente saetero con un aplauso, tras el que El Sacri dio la faena por terminada y se bajó del banco en el que estaba subido.
Y dentro de San Lorenzo se quedó la Soledad, a la que los saeteros, empeñados con afán en la causa, le estropearon la entrada en su templo, que debería haber sido en absoluto silencio, respeto y recogimiento. Es lo que se llaman daños colaterales de la guerra. Otro año será.