Mareas humanas que caminan en todas direcciones. En las que obligan las filas de nazarenos, los cirios, las cornetas y los tambores, y el silencio. Vivir una Madrugá en Sevilla es dejarse llevar por el sentimiento. Es trascender lo material, es seguir el camino que el mismo Jesús siguió. Es juntar la noche con el día. Una noche eterna que se acaba en un suspiro. Un día que comienza con un Dios sentenciado que se ha pasado la noche caminando con su cruz por toda Sevilla. Mostrándola a los sevillanos y a los de fuera. Diciéndoles a todos: “Hijos míos, ésta es vuestra cruz y yo la llevo, para que la bendiga mi madre, que es la vuestra, la Virgen de los Reyes, y volverla después de regreso, para dejarla guardada en el templo, y que vengáis a verla cuando lo necesitéis, que un año son doce meses de espera”.
La primera sensación de quien vive esa Madrugá mágica, es querer verlo todo enseguida. Tanto hemos oído hablar de Ella, ¡la Macarena! Y esta noche la veremos en la calle, llenando de Esperanza cada rincón, cada balcón, cada mirada... ¡Cuántas miradas se lleva la Macarena tras de sí! Cuando el impresionante nazareno de Martínez Montañés, “el dios de la madera”, ya está descansando junto a su madre de la Merced, y cuando los últimos nazarenos de Montesión van abandonando su capilla de la calle Feria, Sevilla es un ir y venir de personas que están a punto de juntar el Jueves con el Viernes más especial que tiene Sevilla. Al final de Feria, junto a la antigua muralla, no caben más alfileres que los de las capas blancas con un escudo bordado que va camino de los cinco siglos. Va a salir la Macarena, y frente a su arco resulta difícil ver las caras de quienes portan esos cascos romanos que ofrecen inmejorable escolta al Señor de la Sentencia. “El Sentencia”, como le llaman los sevillanos, es la primera imagen que va a ponerse en la calle en esta noche santa.
Capirotes morados le preceden. Y delante de todos ellos, una cruz de plata que no volverá a la basílica hasta casi la hora nona, con el sol del Viernes en todo lo alto.
Aplausos y lágrimas. Risas y llantos emocionados que dejan la espera de un año entero. “Ya sale”, dicen unos. “Ahí viene”. Otros miran el reloj y, programa en mano, comentan: “Ha salido antes de tiempo”. Y ¿cómo no salir antes? Si las calles de Sevilla la están echando de menos... Si muchos han pasado la tarde entera en la puerta, esperando el momento. Pasan los minutos. Los nazarenos van dejando el templo deprisa. Hay muchas ganas de abrirle paso al “Sentencia”, cuyo paso asoma ya sus candelabros tras el dintel. Y entonces, el silencio. Se apagan las voces. Miles de almas pendientes de un solo punto. La puerta por la que poco a poco asoma un cristo maniatado que está oyendo su suerte mientras Pilatos, sordo ante los ruegos de su esposa, se quita de las manos su culpa. Suena la banda, se suceden las marchas, y el paso de la Sentencia, con el infatigable andar de sus costaleros, va alejándose del atrio de la basílica buscando el arco. Lo atraviesa y se aleja, dejándose querer por su pueblo, que hoy no elige a Barrabás, y sin que la banda, reconvertida en centuria, deje por un momento de redoblar.
Los capirotes son ahora verdes. De un verde Esperanza. La gente intenta averiguar cuánto falta para verla a Ella según la insignia que adivinan a lo lejos. Y se acaba la espera. La Virgen que, según dicen, ríe y llora al mismo tiempo, se planta en mitad de la calle entre el griterío, la emoción, los llantos desbordados de la gente. Todo un año recibiendo las visitas de su pueblo, y hoy es Ella la que ha decidido ponerse sus mejores galas para salir a ver a quienes tanto la quieren y la veneran. Es la misma que está presente en el discurrir diario de la vida de los sevillanos. En sus paredes, en cuadros que son limpiados con mimo, y con un avemaría. En la cartera del estudiante que va a hacer un examen, en el parado que va a su decimocuarta entrevista de trabajo, en la anciana que aún busca en el lado vacío de la cama a quien ha estado junto a ella durante los últimos sesenta años de su vida.
Hace algunos años, ya de mañana, la Macarena se detuvo y se volvió hacia un balcón habitado por una mujer mayor que intentaba con su pañuelo devolver la claridad a unos ojos cegados por las lágrimas. La hermana con la que vivía había muerto, y unos desalmados habían entrado en su casa para llevarse lo poco o nada de valor que le quedaba. Y todo eso pasó entre la última vez que la Macarena pasó por su balcón, y ésta, en que decidió volverse para traerle consuelo, y sobre todo Esperanza. La Macarena siguió después su camino, dejando que la mujer pudiera ver con detalle ese manto bajo el que más que nunca se había sentido cobijada.
¿Por qué lloran los sevillanos con sus imágenes? ¿Qué les pasa por la cabeza? Eso es inexplicable. Es un mundo. Después de tanto tiempo de pie, es un descanso ponerse a andar. Emprendemos el camino que nos ha de llevar al centro mismo de Sevilla, casi
impracticable. Pero es imprescindible encontrar un hueco para que nuestros pasos se crucen con los suyos. Señor del Gran Poder. En la calle que lleva su mismo nombre esperamos su llegada en un ambiente totalmente distinto. Ahora todo es silencio, quietud, recogimiento. La gente habla en voz baja. Susurra. Y los nazarenos de negro ruán caminan mirando al de delante. Y al fondo, saliendo de la estrechez de su calle aparece Él. Viene verdaderamente caminando. No hay costaleros que lo lleven. Él guía a los hombres que, desde abajo, siguen sus pasos. Pasa rápido el Gran Poder, recogiendo oraciones de miradas llenas de lágrimas. Pero esta vez, no se asoman por la vibración de unas marchas, de un olé, ni de unas palmas. Ahora es Él y sólo Él quien tira de la emoción de quien lo contempla. ¡Cuántas de esas personas habrán sucumbido ante sus ojos, que miran al vacío, vencido por la cruz pero con paso firme!. “Hijos míos, ésta es vuestra cruz y yo la llevo”.
La cera de los nazarenos es ahora blanca porque viene Su Madre. Pero ahora no viene sola. El discípulo amado la viene consolando. El que saliera del mismo taller que su maestro, del taller de Juan de Mesa, otro artista irrepetible. Viene también a paso ligero. Quiere alcanzar a su Hijo, aunque sabe que hasta que los pájaros no le canten a un nuevo día no lo va a conseguir.
Nuestros pasos se dirigen ahora al puente. Triana. Otro mundo. Y la misma fe. Por el que pocos llaman Puente de Isabel II viene Jesús cayendo tres veces. De nuevo la emoción se canaliza a través de las cornetas y tambores que desde el otro lado del Guadalquivir anuncian que viene Triana. Otra vez los capirotes morados y verdes. Y otra vez unos costaleros que van a echar el resto en una noche en la que ya hemos perdido la cuenta de cuántas horas llevamos siguiendo la Pasión de Cristo al mismo tiempo que Él, como apóstoles que no podemos desviar la mirada ante lo que está sucediendo, pero que tampoco podemos pararlo. Un soldado romano a caballo le indica el camino, y el camino que señala es el que conduce a la Giralda. Y tras Él, tras el Señor caído entre mujeres, un sinfín de trianeros que no quieren despegarse ni un minuto de quien atiende sus súplicas durante todo el año.
Se repite el verde Esperanza en los capirotes. Llega la Trianera por excelencia. Llega la otra Esperanza de la noche, la que también llaman marinera, y aquí el pueblo enloquece, y se suceden los gritos de “guapa, guapa, guapa, y bonita...”. Alguien dijo en una ocasión que una imagen de la Virgen es como una foto de nuestra madre. Una foto en la que siempre sale guapa, a la que hablamos y miramos con dulzura. Y la madre que, radiante, atraviesa el puente, es además reina, la Reina del Cielo que, desde el puente, se ve aún más amplio. Se aleja la Esperanza habiéndonos dejado un poquito de Ella.
Nos reencontramos con el negro más sobrio y penitencial. Llega el Calvario. Otro cristo tan antiguo como el Gran Poder, pero éste viene ya muerto. La Esperanza de Triana se ha llevado a la mayoría del público y, por primera vez en toda la noche, podemos caminar casi al lado del cristo, recrearnos en la contemplación de una obra de arte al más puro estilo andaluz. Un cristo dulce y quizá dormido en la cruz. Probablemente el único que duerme en una noche en que el viento no sólo juega con las llamas de los cirios y los hachones que rodean al cristo dormido; también se cala en nuestro huesos, ahora que hay más espacio libre en la calle. Unas cuantas filas de nazarenos, algunos dejando ver unas manos que parecen haber sujetado ya muchos cirios delante de la Virgen. La Virgen de la Presentación, siguiendo a su Hijo en esta Madrugá a la que a estas horas le queda ya poco de oscuridad.
Una cofradía, la que se dice que es la más antigua, pues remonta sus orígenes a mediados del siglo XIV, regresa a su templo. Tras llegar a la Catedral y despedirse de la Patrona, ha emprendido el camino de regreso y casi ni nos da tiempo a verla. Todo en ella nos recuerda a épocas pasadas. Es la Hermandad del Silencio que, a pesar de su nombre, ofrece unos sonidos inconfundibles. Como el del trío de músicos que precede a cada uno de los pasos. Oboe, clarinete y fagot para ponerle música al silencio. Como un barco que se abre paso entre la marea de cabezas que lo rodea, Jesús Nazareno llega a nuestra altura dejándonos ver su curiosa manera de portar la cruz. Jesús la abraza y más que nunca nos enseña su sacrificio, mientras un buen número de penitentes imitan su manera de llevar el madero donde va a ser crucificado.
Cera blanca y detrás de nuevo Ella y San Juan. La Virgen de la Concepción bajo su prodigio de orfebrería. ¿Quién dice que la Semana Santa no es arte? Me cuentan que el orfebre se inspiró en la fachada de la Catedral de San Marcos de Venecia. Pasa rápido el Silencio buscando ya su casa y le sigue el bullicio.
Llega la Hermandad de los Gitanos. Machado pedía una escalera para llegar al cristo de los Gitanos, y el Señor de la Salud anda pidiendo la saeta completa, que recibe en forma de marcha procesional. La emoción se desborda ante el “Dios moreno”, como lo conocen sus fieles devotos, que tampoco van a dejarlo solo esta noche. Marcha tras marcha, saeta tras saeta, Cristo avanza por la misma calle que hace sólo un momento abandonaba la hermandad silente por antonomasia. Es la Sevilla de contrastes, que alcanza la perfección juntando el arte cristiano con el musulmán en la torre de la Catedral, y el recogimiento y la sobriedad de una cofradía de negro, de silencio, con el calor de una cantada y piropeada Virgen de las Angustias.
Salud y Angustias, la cara y la cruz del ser humano. Otro contraste. Se va la Reina de los Gitanos y amanece en Sevilla. La noche da paso a la luz de un nuevo día. Rostros de cansancio, pero también de emoción por lo vivido. Y expectación por lo que está por venir. Queda la mañana del Viernes Santo.
Una mañana que ha llegado sin darnos cuenta. El Silencio aguarda un nuevo año; el Gran Poder regresa en silencio al lugar donde recibe cada día a los suyos; el Calvario sigue su camino hacia la Magdalena. Pero la Macarena, la Esperanza de Triana y los Gitanos aún seguirán bendiciendo las calles y a sus gentes hasta que, mediado el día, sea el momento de poner fin, ahora sí, a una noche que siempre será eterna en el recuerdo y en el corazón.
Y la anciana, enjugándose las lágrimas desde el balcón, sólo será capaz de susurrar: “Hasta el año que viene, Macarena; hasta que tú quieras”.